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DESDE MI VENTANA

¿Ha muerto el libro impreso?

 

No hubo vela ni entierro. Es una frase muy repetida por el periodista Melvin Áreas que se la tomé prestada para iniciar este artículo. Ahora bien, los pronósticos apocalípticos de los apóstoles de la revolución digital auguraban, más temprano que tarde,  el fin del libro impreso. Sinceramente me aterraba, llamémosle, esa profecía. Los gurús contrataron hasta plañideras, como en la antigüedad, para llorar el fin del libro. Sin embargo, el diagnóstico falló.  Relataré un poco de historia. Hace más de quince años mi amigo Eduardo Estrada, un gurú y extremista defensor de ese cuartelazo digital, discutía conmigo sobre el futuro del libro impreso. Yo, a la sazón un analfabeta digital, trataba de debatir las ideas nuevas de Estrada, quien,  ya en esa época, tenía su kindle y leía libros electrónicos. Yo, en cambio, defendía la tradición (el libro impreso) y él la revolución tecnológica con el libro digital.  Estrada prácticamente se anticipó a muchos periodistas e intelectuales. Estrada, periodista y graduado en el INCAE, me atrevería afirmar, sin equívoco, fue el primero en incursionar en el periodismo digital hace más de quince años. Además era un autodidacta diseñador. Dominaba la economía y se atrevía incursionar con éxito en la literatura.

 

Recuerdo aquellas largas conversaciones que sosteníamos en su casa en La Colonia de El Periodista sobre el libro digital y el impreso. Sosteníamos una especie de lucha de clases. El me presentaba un mundo nuevo, ignoto y atractivo. Sin embargo, yo me aferraba al libro impreso, y le argumentaba que no soportaría leer un libro en un monitor, o un kendle o una tableta o, ahora en mi celular. ¡Qué horror! Yo le insistía a Eduardo que no aguantaría leer un libro clásico, por ejemplo La Guerra y la Paz del ruso León Tolstói. En esa época, él decía que con un libro electrónico podía subrayarlo como con un impreso e incluso me enseñaba una especie de lapicero para hacerlo. Estoy hablando de hace muchas lunas cuando muchos no tenían una computadora ni mucho menos poseer internet en sus casas. Él ya era connotado internauta. Y la tesis de Estrada parecía cumplirse cuando veíamos desaparecer periódicos y revistas en Estados Unidos y Europa. Se creía que el libro y el periódico impreso serían echados al basurero de la historia, junto a la rueda. Una profecía incumplida, afortunadamente.

 

Yo me aferraba a la tradición como un náufrago balaceándose con un neumático en medio de un mar proceloso. Recuerdo esas pláticas nocturnales inspiradas por unas copas de vino (a Estrada le gusta el vino). Yo le decía a Estrada (Gorki) que prefería el papel impreso, sostener el libro entre mis manos, leerlo en cualquier parte sin temor a que me asaltaran, no así con una tabla o un celular. El defendía que con la tabla o una pequeña computadora lo podías leer en cualquier lugar. Nadie cedía en el debate. Hace días leía un reportaje del periodista español Joseba Elola que citaba al neuropsicólogo Alvaro Bolbao, quien decía es “más práctico tocar, oler y sentir el peso del libro”. Y no sólo eso, Elola citaba también a la investigadora Maryanne Wolf. Esta  profesora de la Universidad de Tufts de Massachusetts, afirmaba que el libro impreso tenía una ventaja sobre el digital, te permitía una mayor memoria visual. Cuando empezó esa revolución tecnológica aparecieron muchos gurús, defendiendo el libro electrónico, y pronosticando el fin del libro impreso. Los apóstoles renegados del libro impreso se llenaban las bolsas de dólares, escribiendo libros y disertando conferencias en universidades sobre el supuesto ocaso del libro tradicional. Yo reflexionaba: están arando en el desierto.

 

Pero esos intelectuales atacando el libro tradicional no menguaba ni exterminaba mi manera de pensar. Soy un férreo defensor de la tradición. Creo que el libro e igual el periódico impreso, tiene larga vida, al igual que la Biblia. Yo sé que ese libro está también en la red, pero en el papel es que más se lee. Por eso comparto la opinión de Mark Kurlansk, quien aseguró que “el papel nos guiará a lo largo del siglo XXI”. Que así sea. Los teóricos digitales van perdiendo credibilidad. Jeff Jarvis dice que el “libro está muerto”. Si bien es cierto, instagran, twitter y facebook son enemigos de los libros, no nos pueden asustar porque muchos estén sumergidos, hasta las narices, en su celular ya sea en un bus, en la calle o el centro del trabajo o su propia casa. Eso no me quita el sueño. Sigo siendo un hombre moderno en el gremio periodístico. Yo tuve, al igual que Estrada, mí revista digital METRO y mi blog Desde Mi Ventana. Pero adoro lo impreso, la tradición.

 

No hay duda que el libro impreso tuvo su grave recaída con la irrupción del mundo digital. Pero era transitorio. Según el periódico El País, Kindle y Ledhman Brothers afirmaban que entre  el 2007 y 2008 ese periodo fue letal para la industria tradicional del libro. Después vino la recuperación. Forrester Reserach reveló que en el 2015 se vendieron 571 millones  de libros impresos, 17 millones más que el año anterior. En cambio, en EE.UU el año pasado se vendieron 12 millones de e-book frente a los 20 millones del 2011.

 

De acuerdo a esos datos estadísticos, la profecía del derrumbe y muerte del libro impreso es una fantasía de los apóstoles tecnológicos. Más bien la venta de los libros electrónicos ha descendido dramáticamente. Eso demuestra que hubo auge por eso de las modas. Por consiguiente, el libro impreso no ha muerto. Ni  ha tenido una resurrección. El libro siempre ha estado vivo;  es como una religión. Un opio que nos hace adicto. Por eso reitero: no hubo vela ni entierro. No es cadáver ni un cuerpo insepulto.

 

Cuando voy a las playas veo a extranjeros (as) recostado en la arena leyendo un libro impreso. No está con una tableta ni con su celular leyendo un best seller.  Por eso concluyo con la frase que empecé mi artículo: No hubo vela ni entierro. El libro no ha muerto.  En esas páginas y en su olor del papel está la historia del mundo. No puede acabar en un santiamén. Tanto el libro como el periódico impreso tienen larga vida duradera.

Por Denis García Salinas

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