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¿Se impone una literatura basada en hechos reales?

No es pura coincidencia

Por Sergio del Molino


Pocos se han dado cuenta de la ironía que hay en los libros de Karl Ove Knausgård, el escritor noruego que ha vuelto loco a medio mundo literario con su ciclo de novelas autobiográficas. En ellas, es detallista hasta el hartazgo. Si narra una comida con amigos, se detiene en cada bocado, en la cantidad de carne que pincha con el tenedor, en la forma en que llega a la boca y en cómo la mastica. Sin embargo, en el segundo tomo, Un hombre enamorado, asegura que es muy olvidadizo y despistado, incapaz de recordar un nombre o de retener una anécdota. ¿Cómo alguien así puede narrar su vida de una forma tan exasperadamente notarial? O miente al narrar su vida o miente al retratarse como un despistado. Es un juego literario, una advertencia para quien sabe leerla: esto, lectores, es literatura, no lo olviden. Las categorías de realidad y ficción son demasiado simples para explicar nada. Todo recuerdo es una ficción que utiliza recursos narrativos. Es imposible narrar sin fabular, exagerar, omitir o mentir, aunque sea inconscientemente. ¿Por qué algunos escritores renunciamos al aviso legal de que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia? Cada cual tendrá sus respuestas. Para mí, las convenciones de la ficción funcionan a veces como la cuarta pared del teatro: alejan al lector al subrayarle que está leyendo algo fabulado, un mundo que no tiene sentido fuera del libro. Escribir al desnudo, con nombres y lugares reconocibles, implica un compromiso ineludible con lo que se escribe. Autor y lector se encuentran de frente, casi piel contra piel. Hay mentiras, omisiones e hipérboles, pero hay también una sensación de verdad muy poderosa que surge del encuentro con una voz diáfana. Quizá sea eso lo que buscamos al meter tanta realidad en nuestras ficciones. O quizá solo seamos unos ingenuos exhibicionistas.


La invención pura

Por Juan Jacinto Muñoz Rengel

El ser humano es un animal ficcional, que necesita de las hipótesis, la imaginación y los mecanismos narrativos para construir su precaria representación del mundo. Desde este punto de vista es imposible separar realidad y ficción, todo es real, en algún grado, y todo es imaginario, por cuanto que forma parte de la telaraña alucinada que llevamos siglos urdiendo. Sin embargo, según las dosis y el modo de combinar los ingredientes, la literatura ha encontrado al menos dos formas de aproximación al mundo. No es lo mismo contar como Edgar Allan Poe que a la manera de Chéjov. Los cuentistas lo tuvieron claro desde el principio y, como si se tratara de dos grandes escuelas enfrentadas, las dos estelas siguieron separándose: en el lado más fabulador quedaron los Borges y los Cortázar, y en el otro, los Hemingway y los Carver.

De alguna manera, los dos planteamientos cuestionan hasta dónde puede soportar el lector el sesgo de la imaginación, la irrupción de lo fantástico; lo que, probablemente, nos llevará a pensar en dos tipos de lectores. Pero siempre estará más allá de la duda que entre los escritores del primer grupo figuran nombres irrefutables, que han demostrado que se puede decir mucho de la realidad y de nosotros mismos desde la invención más pura. ¿De qué nos hablan las Crónicas marcianas de Bradbury, Solaris de Stanislaw Lem, Matadero cinco de Vonnegut o Las ciudades invisiblesde Calvino, sino de la soledad, los deseos, el subconsciente y las relaciones humanas? En el fondo, todo se reduce a una cuestión de verosimilitud. La verdadera pregunta que subyace bajo este problema es: ¿cuánto necesitamos las técnicas de la verosimilitud? Si estos meros recursos fuesen ciertamente tan necesarios, la mitad de la literatura universal quedaría invalidada. Y quizá la mitad de nuestro mundo.


La realidad asalta la ficción

No nos llamaremos a engaño. Que la realidad es la materia prima más sustanciosa de la ficción es una verdad probada desde que la sabiduría popular tomó forma de Sancho Panza, por ejemplo, o el Essex, el ballenero hundido por un cachalote en 1820, se transformó en el Pequod en el tintero mágico de Melville. O para qué saltarnos siglos, milenios. Que Zeus raptara a Europa para traerla a Creta se explicaba por razones de belleza y de carácter (él era así), pero que con ella y sus hermanos llegara el alfabeto y nuevas ideas de Oriente no era sino la realidad escondida bajo la deslumbrante explicación mito-lógica.

También Madame Bovary, Oliver Twist o Anna Karenina nacieron para encarnar a personas que sufrían en zonas vitales donde habita la miseria o la imposibilidad del amor, fuera geográficamente en Francia, Inglaterra o la Rusia imperial. La lista podría no tener fin. Es decir: siempre ha ocurrido.Pero algunas de las novelas más sugerentes que estos días se encuentran en las librerías están marcadas por un asalto firme y serio de la realidad a los teclados. La realidad ha agarrado a la ficción por la pechera y le ha sacudido unos guantazos que no le han dejado KO, no, sino que, por el contrario, la han espabilado. La novela no solo no ha muerto, como predijeron muchos, sino que se renueva y revive con una fortaleza inusitada. Y más herramientas. "La realidad siempre ha sido el carburante de la ficción, todo parte de ella", sostiene Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962), que ha logrado con éxito elegir un fragmento de la historia y darle un sitio en la literatura. Llevarlo del periódico a la librería.

"Lo que ocurre ahora son muchas cosas a la vez: estamos rompiendo determinadas barreras. La historia de la novela es la historia de cómo el género va apropiándose de todo lo que encuentra a su alrededor —la historia, la poesía, el ensayo y el periodismo— y al hacerlo se transforma". Tras convertir en novelas clave la supervivencia del falangista Rafael Sánchez Mazas y el golpe del 23-F (Soldados de Salamina y Anatomía de un instante), Cercas ha elegido a Enric Marco, el hombre que se hizo héroe simulando ser víctima del nazismo, para recrear el engaño en su nueva obra, El impostor (Literatura Random House). El autor sitúa en un plano la novela del siglo XIX, que funcionó de forma eficaz para contar historias, pero que "casi ha monopolizado en los dos últimos siglos nuestra idea de novela" —"no sé si dará más de sí", dice—; y en otro plano el modelo previo, "más libre, más plural, cervantino, que concibe la novela como un gran banquete".

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