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Lunes 13 de Junio del 2011 Edición No.4989
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Mis 50 años de sacerdocio

La mañana que comencé a escribir estas anotaciones para compartirlas con ustedes hoy, tratando de recordar lo que ha sido mi vida, mi pensamiento se fue metiendo en algo que solo los mortales comprendemos: el tiempo. En la inmortalidad solo hay presente - para Dios no hay pasado ni futuro. Pero, para nosotros, la vida está toda segmentada en trozos que llamamos tiempo.

A veces me parece que todo el tiempo de mi vida ha pasado tan rápido como una chispa que salta del fogón, como luciérnaga o quiebraplata. Pero, otras veces, reflexionando en tantas cosas que han pasado, me parece que mi vida no ha sido, en realidad, tan breve; que ya dura bastante; más de lo necesario. Siento ansias de atemporalidad, de mudar, ya para siempre, este enclenque caparazón que me ha servido muchos años y por el cual estoy agradecido, pero que ahora siento, más bien, que me aprisiona.

Anhelo solo vivir en estado permanente de oración, de ofrenda al Padre celestial, por la paz y la solidaridad mundial. Convertido en crisol, ardiendo con el fuego de su divino corazón, ayudando así a purificar las intenciones y agendas de este mundo para que sean únicamente aquellas que nuestra fidelidad a Jesús nos impone y que, concretamente hoy, aquí y ahora, en esta mi querida Nicaragua, en los albores del Siglo XXI, implica seguir, con toda el alma, tras los objetivos del Frente Sandinista, en la ruta tan sabia y generosamente señalada por Daniel. 
No estoy queriendo yo apartarme de la lucha que he vivido hasta hoy, y que ha sido la razón de mi existencia. Es, más bien, que quisiera cambiarme de trinchera. Pero sabré esperar el tiempo que mi Señor atemporal decida. Le pido que me colme de paciencia y de esa humildad, que hoy, más que nunca, siento necesitar para no sentir que mis inquietudes son irrelevantes necedades de un anciano impertinente. 

Cuando estoy solo y, especialmente si es muy de mañanita, suelo caer en este tipo de disquisiciones metafísicas. Ustedes me perdonarán. Pero entre tantas otras bondades, la metafísica sirve para limpiar el panorama sobre el que reflexionamos. Como que ayuda a barrer todo lo superfluo, para que quede solo lo esencial. En el caso de esta mi disquisición introductoria, lo que me va quedando absolutamente claro es que, en mi vida, lo único real y verdadero es, y ha sido siempre, mi Señor Jesús, de quien nunca me debo distanciar ni un solo instante. Con este trasfondo introductorio quiero compartir con ustedes, muy brevemente, lo que ha sido mi vida. 

Mis padres fueron personas de mucha fe y de gran amor a Jesús y a María. Nuestras oraciones vespertinas, que incluían el santo rosario, fue siempre algo que hicimos todos juntos, en familia. En mi casa, desde muy niño, me acostumbré a ver a mi papá recibiendo visitas de obispos, sacerdotes, Hermanos Cristianos de La Salle, monjas y, a veces, también seminaristas. Una hermana de mi papá era monja de la Asunción, Madre Amanda, dos primas mías también son monjas de la Asunción y una hermana de mi abuelita Conchita, la mamá de mi papá, era monja Belemita a quien, de vez en cuando, viajábamos a visitar a Jinotepe. 

Creo que, desde el inicio de mi vida consciente, Dios fue una realidad sumamente importante para mí. Pero ese fuego, ese inmenso y apasionado enamoramiento con mi Dios, es algo que empecé a sentir solo cuando ya tenía cinco años. No sé cómo sea ahora pero, en aquellos tiempos, era necesario tener siete años cumplidos para recibir la primera comunión. Mi hermana Rita, aunque solo tenía seis años, empezó a prepararse para su primera comunión que sería el 8 de diciembre de 1938, precisamente el día en que ella cumpliría sus siete años.  Recuerdo, como si fuera hoy, lo ansioso que esperaba su retorno de las clases preparatorias para su comunión. Le pedía que me lo contara todo, sin omitirme nada, pues para mí era todo eso lo más lindo que jamás había oído y escuchado. Después lo comentábamos y tratábamos de encontrar consecuencias prácticas que de esas maravillosas enseñanzas se desprendían ineludiblemente. Así fue que se nos ocurrió, una vez, pedir a la cocinera que, sin contarle a nadie, todos los días cocinara un poco más de arroz, frijoles, sopa, o lo que fuera, para compartir con gente pobrecita que pasaba pidiendo limosna por la casa.

Ya como al mes de estar en esa rutina en que mi hermana Rita, o Tuty, como yo la llamo, me repetía todo lo que le decían en las clases de catecismo, le sugerí que, para que no tuviéramos que perder tiempo repitiendo lo que a ella le decían, me consiguiera permiso con Madre Francisca, la superiora de la Asunción, para que me permitieran asistir a las clases como oyente. 

La respuesta fue afirmativa, aunque dejando bien claro que, como yo solo tenía cinco años, no recibiría la comunión con los demás. Pero cuando ya se aproximaba la fecha de la comunión, olvidándome de lo acordado, yo insistí mucho en que también a mí me gustaría recibirla.

Para lograr eso tuve que ir, nada menos, que donde Monseñor José Antonio Lezcano y Ortega, el primer Obispo de Managua, tío abuelo de Daniel, con quien él compartiera, muchos años después, el desayuno, una vez terminada la misa dominical en Catedral, con doña Lidia y don Daniel. Frente a Monseñor Lezcano, vestido de pantalones cortos, y con solo mi papá presente, la verdad es que yo me sentía muy a gusto y bien contento, respondiendo las preguntas del anciano y querido Monseñor, a pesar de que, por una ingenuidad e ignorancia, nada raras en el clero, él había impartido su bendición a los marines gringos que perseguían a Sandino en la montaña. Pero, por el momento, me sentía bien con él, nada de nerviosismo de mi parte. Solo recuerdo que las rodillas y los codos aun me ardían, pues a mi papá se le había ocurrido darme una buena bañada con mucho jabón y paste, diciéndome que yo no debía presentarme ante el Señor Arzobispo de Managua con codos y rodillas tan curtidos de tierra.