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 Se alquilan cuartos sin baños en París

Por Denis García salinas/Desde Mi ventana


París ha sido siempre la ciudad de los sueños. Muchos escritores de EE.UU y América Latina han sentido esa gran atracción. Ernest Hemingway y Henry Miller escribieron grandes novelas en la "Ciudad luz". Rubén Darío bebió de la fuente de la gran cultura francesa: Víctor Hugo, Baudelier, Maupassant, Proust, Honorato de Balzac, Stendhal, Verlaine y Montesquie, etc. Quién no ha soñado despierto con viajar a Francia, el país de las modas, de los más exquisitos perfúmenes y del símbolo de Francia: La Torre de Eiffel. Esa Ciudad Eterna "más eterna que Roma, más esplendorosa que Nínive", escribió Henry Miller en su libro Trópico de Cáncer. "Atrae a los torturadores, a los alucinados, a los grandes maníacos del amor." En esa ciudad vivió también Julio Cortázar y recreó Rayuela. En el cementerio de los poetas, París, fue sepultado el cantante de The Doors, Jim Morrinson, muerto de una sobredosis. Ese Paris, cuna del perfumen y la elegancia, inspiró a Patrick Suskind a escribir su formidable novela El Perfumen, la historia de un asesino Jean Baptista Grenouille, que nació entre los desperdicios de pescados en un nauseabundo mercado parisino del siglo XVIII.

Hace muchos años yo escuchaba que la gente decía en "España nadie se baña", pero nunca le dí importancia a esa frase. Aparentemente, eso no tenía sentido. El tiempo, sin embargo, me daría la respuesta. Después, cuando  joven empecé a estudiar inglés en uno de los textos insertaban cortas locuciones en inglés para enseñarle al novel conocer la forma de llegar a un hotel y preguntar  por el alquiler de un cuarto en París, Francia. Mi sorpresa fue mayúscula cuando en las breves historias el extranjero  llegaba a la recepción a solicitar dicho cuarto. El empleado, mostraba su burocrática sonrisa, preguntaba, siempre en inglés, cómo deseaba la habitación con baño o sin baño. Aquella pregunta resultaba insólita para un latinoamericano, acostumbrado a bañarse todos los días.

En Europa hay muchos hoteles con habitaciones sin baño. Muchos europeos tienen la costumbre de bañarse de vez en cuando.  Aunque en ese Continente como en cualquier país frío las residencias, casas y hoteles cuentan en la ducha agua fría y cálida. No sé por qué en los hoteles de países tropicales se importó esa costumbre de regular el agua para bañarse ya sea en la regadera y en la tina. Eso me hizo recordar un libro del escritor peruano Alfredo Bryce Echenique titulado La vida exagerada de Martín Romaña. El autor sintió esa experiencia cuando estudió en la Sorbona en París, Francia, en la década del 60. Bryce relata el impacto que sufrió cuando llegó a la Ciudad de Las Luces. Cuenta Martín que llegó a un hotelito de la calle Dupuytrern, en pleno barrio Latino.El hotelito lo administraba un "ávaro con cara de alcohólico", cuya esposa era "cojita, joven, y hasta bonita, y vivía con un ojo permanentemente negro". Aquel hombre lo odiaba, pero tardó poco en comprender que "el origen del problema era la ducha".

Martín bajaba, cada mañana, a la recepción y le pagaba un franco para que le permitiera la ducha. Él le entregaba la llave del baño maldiciéndolo. Martín Romaña recuerda que desde chico se había acostumbrado a bañarse diariamente por lo que detestaba "oler como el administrador". Aquel hombrecillo junto a su mujer  "olían pésimo" y el tipo lo odiaba cada día más cuando él llegaba a entregarle el franco para que le permitiera el baño. Cierta vez el administrador y el dueño del hotel lo esperaba para reclamarle por qué se bañaba todos los días. Ellos creían que Martín estaba contagiado de una "extraña enfermedad tropical". Aquellos hombres lo pusieron en la disyuntiva: De bañarse una vez a la semana o se largaba del hotel. Martín optó por abandonar el hotelito de aquellos asquerosos. Después alquiló un pequeño apartamento, con su cocinita y su baño. Al poco tiempo media colonia estudiantil peruana llegaba todos los días a bañarse a su habitación con baño.

Cuando leí ese pasaje de esa novela del peruano Bryce me causó desconcierto, pues su historia tiene grandes matices de verdad, pero como todo escritor quizás la embadurna de un poco de ficción. Pero también Henry Miller, escritor estadounidense, cuenta que cuando entró al retrete en un hotel parisino, "tenía que pasar por delante de una fila de franceses que estaban quitándose la ropa. ¡Uf! Pero, ¡cómo apestaban aquellos marranos". Sin embargo años después con el triunfo de la revolución trabajé en el desaparecido periódico "Barricada" cuando estaba en las instalaciones del diario Novedades. En ese tiempo llegaban al país por legiones los llamados "internacionalistas". En ese tiempo llegó al diario una joven periodista  italiana.  Por cierto, era una mujer muy hermosa y simpática. Era muy reservada. Se sentaba en su silla frente a su máquina mecánica a escribir, sin hablar nada y sin dirigir la mirada a ninguno de los jóvenes que poblaban la redacción en ese entonces. Nadie se le acercaba a buscar amistad con la italiana porque "olía pésimo". Durante el largo tiempo que estuvo en la redacción siempre lucía la misma falda. Al parecer la muchacha no se bañaba. Pero también en Nicaragua hay personas que van a sus trabajos y colegios sin bañarse.

.Pasó el tiempo.  Esperaba en el aeropuerto de Managua la llegada de una delegación de diputados italianos. Al verlos descender del avión aquellos hombres lucían, desde largo, impecables en sus trajes. Los hombres se miraban elegantes, pero tenían un olorcito desagradable. A decir verdad, no todos los extranjeros que llegaban a ver la revolución, emanaban ese olorcito rancio. Después que se desmoronó la revolución en los 90 llegó un doctor en Historia a impartir un seminario en la UCA. Esa vez fui con mi amigo el poeta  Alvaro Urtecho (Q.E.P.D) a escuchar las ponencias del historiador europeo. El nombre lo olvidé, pero su olor quedó impregnado virtualmente en el aula donde impartió la conferencia. Él era profundo en Historia, pero su piel brotaban un  olor añejo. Y lo peor de todo que el historiador durante los días que duró el seminario nunca se cambió de ropa.

Más tarde conocí a Karlos Navarro en la UCA cuando impartía clases de Historia. Él acababa de regresar de la extinta Unión Soviética. En una mañana invernal, Navarro y decenas de estudiantes latinos esperaban  fuera del recinto de la Universidad, donde había un claustro de los profesores.  Cuando los catedráticos se pusieron sus respectivos sobretodos y abandonaron el recinto, los estudiantes entraron, pero de pronto varios de los muchachos salieron de inmediato del aula con caras turbadas. Algunos casi vomitando. Aquella habitación parecía un invernadero pestilente. Karlos se sintió mal no sólo por el fétido olor, sino por la vergüenza que experimentó, pues algunos profesores advirtieron  la actitud de los jóvenes, tras la salida de los maestros que expelían un extraño hedor. En Moscú, tan gélido, tampoco el baño es tan necesario.

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