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DESDE MI VENTANA

Padre y madre

 

Aquella noche, a mis ojos infantiles me pareció que todos los moradores del barrio Candelaria se agolparon en mi casa. Gente entraba y salía. Esa noche trágica, mi feliz mundo infantil dio un vuelco, que nunca lo olvidé. La noticia del accidente se extendió por todo el sector. Mi madre María Luisa Salinas Dávila, una joven de 34 años, y mi abuelita Saba lloraban inconsolablemente. Toda la casa se inundó de llantos. Hasta amigos y conocidos derramaban lágrimas. Aquel infortunio derrumbó a nuestra familia. ¡Ha muerto Chepito¡ escuché decir entre murmullos de lamentos. Hablaban de mi padre José Del Carmen García, uno de los dos amigos muertos en un accidente de tránsito cuando venían de Honduras. Los recuerdos que tengo de mi gran papa son pocos, pero cuando vienen a mi memoria me siento feliz de haber tenido un padre, que fue amigo de poetas, como hoy los tengo yo.

 

Mi padre heredó de mi abuelo Lorenzo García Arce la cantina Le Petit Café. Esa taberna afrancesada, me imagino, debía su nombre a los parroquianos que llegaban a libar: Intelectuales, poetas y periodistas de esa época. Le Petit Café gustaban a los visitantes porque también había una comidería de gran calidad, atendida por mi abuelita, ayudada por seis empleados. Al lado, mi madre manejaba su miscelánea. Los tres negocios eran prósperos. Por esa razón, mis padres nos dieron una vida cómoda y sin sobresaltos económicos. Como mi padre murió, prematuramente, en aquel accidente automovilístico, nuestra madre María Luisa Salinas Dávila se convirtió en nuestra mentora. Ella nos compraba libros y enciclopedias modernas. Así inició nuestra educación en nuestro hogar bajo la tutela de mi mamá, que era muy inteligente, a pesar de que no era bachillera. Confieso, sin equívocos, que mi madre nos dio sabios consejos: Estudiar, trabajar, ser honrado, y respetar a los amigos, pues ella consideraba la amistad, como una de las mejores fortunas del hombre y la mujer. Eso nunca lo olvidé. Por eso tengo grandes amigos.

 

A ella le gustaba atender a mis amigos con un rico almuerzo. Hace poco se celebró el Día del Padre. Cada año que se festeja esa fecha, la celebro sin mi padre. ¡Cómo me hubiese gustado verlo joven¡ y luego envejecer para protegerlo y adorarlo.

 

Y, al final, enterrarlo a su debido tiempo. Pero, lamentablemente, la vida me golpeó, terriblemente, y se lo llevó cuando apenas tenía 33 años, la edad de Jesucristo. Los buenos mueren jóvenes, como falleció mi hijo Denis Andrea, a los 23 años de edad. Los hijos deben enterrar a sus padres, pero esto no pasa siempre. La vida es ingrata. Yo inhumé a mi muchachito. De esos golpes, tan duros, de la vida, uno nunca se repone.

 

Cuando falleció mi padre, mi madre María Luisa Salinas ocupó su lugar por largos años. Ella, muy joven y con tres hijos, fue padre y madre. La ví luchar sola ante las adversidades de la vida. En aquellos tiempos, las mujeres guardaban, por años, luto a sus muertos. Buscar otro hombre significaba un irrespeto a la memoria de su esposo, su hombre. A pesar que mi madre, quedó viuda a los 34 años, pasó viuda larguísimo tiempo. Ella estaba en todo su derecho de buscar un hombre que la amase. Con ocasión del Día del Padre, hoy, con respeto a mi padre fallecido, quiero con este artículo darle su merecido homenaje a mi madre María Luisa Salinas. Ella fue madre y padre, a la vez, de tres hijos: Armando José, radicado en Canadá, Tyna y yo.

 

Nos trasladamos a monseñor Lezcano, donde su hermana Abdulia la convenció de mudarse a esa zona, donde construirían una policlínica. Mi madre tuvo que esperar dos años para que construyesen la tal policlínica. Mientras tanto, empezó a gastar sus ahorros, pues el negocio de mi madre se hundía, día a día. A pesar de esa debacle, mi madre hacía de tripas corazón, para que a sus tres hijos no les faltara nada.

 

Y para rematar nuestra situación, llegó a casa un pariente de mi madre a buscar trabajo en Managua. Mi mama decía donde come uno, comen dos. Abrió sus puertas al familiar, que era un buen hombre. El pariente nunca encontró el tal trabajo y se vió obligado a regresar a Chinandega. En ese tiempo, a mi madre nunca la ví quejarse o maldecir la suerte. Empeñó todas sus joyas y las perdió. Ella no creía en la suerte ni en el azar, solo en la voluntad del ser humano. Cuando recuerdo aquellos tiempos, solo viene a mi memoria el rostro de una mujer bonita e inteligente que siempre se caracterizó por su optimismo.

 

Ella, como toda emprendedora, sabía que iba a sobreponerse de esa crisis momentánea. Después, mi madre conoció a Julio César Baca, que tenía un taller de reparación de refrigeradoras. Su padre había sido médico y su hermano dentista. Su taller lo tenía a pocas cuadras del Mercado Central (Oriental). Cuando él y mi madre empezaron a mejorar su economía, un incendió acabó con el negocio que empezaba a florecer. La desgracia golpeaba nuestras puertas de nuevo. Tanto don Julio, que era un buen hombre, y mi madre siguieron enfrentando la vida sin lamentos, a pesar de las fuertes pérdidas sufridas. Mi hermano Armando José al ver la debacle que caía nuevamente sobre nuestro hogar, se fue a trabajar en una bicicleta para distribuir no sé qué productos. Días duros para mi gran hermano. Él era apenas un jovencito, pero con el temple de mi madre. En cambio, yo seguía estudiando. Mi hermana, la menor, tuvo también que trabajar.

 

Mi madre resucitó de las cenizas. Su negocio prosperó, que la llevó a conocer, España, Venezuela, Colombia, Cuba, todo Centro América, Estados Unidos y Canadá. E incluso, teniendo 16 años me envió a México en una excursión que salió de Chinandega. Hoy, amigo lector, cuento esto, para hacerle homenaje a una mujer que fue mi madre y padre. Una luchadora que nunca desfalleció ni cuando murió don Julio Baca Amador, nuestro buen padrastro. Ella, fuerte, continuó la batalla en esta vida, sin mostrar lágrimas y viendo la vida de manera positiva. Espero, amigo lector, que comprenda este tributo a mi madre y no lo interprete como un acto petulante. Simplemente, quiero honrar a esas madres solteras que luchan en la vida para sacar adelante a sus hijos. ¡Grandes mujeres¡

 

Por Denis García Salinas

 

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