VIERNES 18 DE NOVIEMBRE DEL 2011 / EDICION No.5095 ---  Managua, Nicaragua

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ARMANDO MORALES
a la luz de su luna

(Gabriel García Márquez)

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ SOBRE ARMANDO MORALES

Llegó a las cinco en punto. Eso, entre jóvenes, es una virtud rara. Pero en el curso de nuestras largas conversaciones en mi casa de México habría de descubrir que Armando Morales era dueño de otras virtudes sobrenaturales. Llevaba un traje de lino color de trigo y una corbata alegre, y todo él tenía un aire de artista despistado que no se conciliaba con su maletín de agente de comercio. Pocos días antes me había escrito una carta con una posdatita: "Vivamos mucho, no andemos muriéndonos tanto".

Tenía deseos de encontrarlo y saber cómo era, desde que vi por primera vez un cuadro suyo entre los Zurbaranes inciertos y los Andy Warhols de feria de una mansión de millonarios. Era una corrida de toros, cuyos protagonistas no parecían pintados en el lienzo sino talladas en plomo. Y sin embargo, el cuadro tenía el dramatismo de esplendor y de muerte de la fiesta brava.

"Caray", me dije. "Este hombre no le tiene miedo a nada".

En los años siguientes tuve ocasiones de sobra para confirmarlo, pues encontraba cuadros suyos donde menos lo pensaba, con esa recurrencia mágica con que uno vuelve a encontrar varias veces en un mismo día a una antigua novia que no había visto durante mucho tiempo. Vi mujeres fugitivas de los Evangelios, rocallosas y sin rostros, que se bañaban en templos inundados, selvas enrarecidas por el olvido, suertes de tauromaquia petrificadas por el terror.

Vi a la muy antigua y noble ciudad de Granada, la de Nicaragua, repartida a pedazos en cuadros numerosos, en calles sin rumbo, perros rupestres, un coche de caballos sin control con el auriga muerto en el pescante, y su lago temperamental con ínfulas oceánicas, su lago una vez y otra vez, su lago inevitable, como un fantasma agazapado a la vuelta de cada esquina: su lago siempre. Pues Armando Morales es capaz de pintar cualquier cosa, cualquier instante, cualquier sentimiento, sin someterlo a la servidumbre de ninguna moda. Es realista de una realidad que sólo él conoce, y que lo mismo puede ser del siglo XVI que del siglo XXI: el tema determina el modo.

Ha viajado por todo el mundo, ha vivido y pintado con su inventiva sedienta en la manigua de Nueva York, en la metrópoli de la Amazonia, en Paris con amor, en Londres sin ti, pero a todo el mundo lo ha visto con sus ojos de granadino impenitente. Tiene un cuadro de San Giorgio Maggiore, en Venecia, con su campanario y su vaporcito de Vivaldi, pero sus sombras diagonales y sus aguas encrespadas siguen siendo las mismas. Así es: sus desafueros creativos; se delatan a sí mismos de inmediato por una misma seña de identidad: el vasto silencio de sus cuadros, alumbrados aún a pleno día por la luna llena de Granada.

Sólo después de conversar con él durante muchas horas, en nuestras dilatadas tardes en México, entendí que Armando Morales no le tuviera miedo a nada. Más aún: me pregunté si hubiera sido pintor de no haber nacido y crecido en Nicaragua, y si sus cuadros hubieran sido posibles en una realidad distinta de la fantasmagórica de su patria de endriagos y guerreros, de aguaceros inmemoriales y despelotes de amor, donde la iguana y el armadillo son platos nacionales, y donde estuvieron casi al mismo tiempo un aventurero gringo que se coronó emperador, y don Rubén Darío, uno de los grandes poetas de este mundo.

Por fortuna nació y se criró allí, dentro de sus propios cuadros, bajo el signo ineluctable de Capricornio. Su infancia es un modelo ejemplar de¡ poder de la vocación, se formó solo, y lo puede probar ante los tribunales, pues aún conserva en sus archivos el primer dibujo que hizo a los tres años. Es un barco pintado con lápices de colores en el dorso de una tarjeta postal que su padre mandó de Alemania cuando se fue a comprarlo que sólo un nicaragüense de 1920 podía comprar en Alemania: una fábrica de ladrillos. Pues bien: en ese dibujo prehistórico se vislumbra ya el resplandor de esa luna errante que ha hecho de Armando Morales uno de los grandes pintores de este siglo moribundo. Su recuerdo más antiguo es el trimotor anfibio que pasaba rugiendo como un tigre de papel sobre el gran Lago embravecido, a lo largo de los años cuando la Armada de los Estados Unidos ocupó el país. El cree quede ahí le viene su terror de volar, que tantos compartimos, y alguna vez trató de conjurarlo con una cura de burro: volando sobre la Amazonía le pidió al piloto que le hiciera las indicaciones básicas, y tomó el mando del avión.

Los gérmenes de su mundo lunar estaban inclusive dentro de la propia familia, Su abuelo paterno, el doctor José María Morales, se había hecho médico en Alemania, pero jamás logró que sus clientes de Granada le pagaran con dinero. Le pagaban con gallinas, tabacos, cerdos, calabazas, y aún con una vaca descarriada en el más grave de los casos. Al doctor Morales le parecía justo.

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